Días después del terremoto del 11 de marzo, las autoridades de la institución educativa donde laboro decidieron suspender un mes el inicio del semestre (las clases iban a comenzar el 1 de abril). Por eso, decidimos pasar unas semanas por acá, en lo que se calmaban las cosas en el valle de Kanto. La Universidad no ha parado. La actividad burocrática sigue, como en todo Japón. Empero, por ahora no he sido requerido. Es suficiente que me reporte vía correo electrónico.
Por cierto, recuerdo que esta medida fue criticada, en su momento, por numerosas voces anónimas en la red. La consideraron excesiva. Incluso, se burlaron de nuestras autoridades y de nuestros alumnos. ¿Cómo era posible que una de las universidades privadas más grandes e importantes suspendieran el inicio del semestre? Creo que fue una decisión inteligente. En eso días, no había certeza de cómo serían los apagones planificados y si realmente se estabilizaría la planta nuclear de Fukushima (aún no está controlada). Además, movilizar a 50 mil alumnos en una ciudad que necesita ahorrar energía, no es prudente. No importa que se pierdan clases. Hay prioridades. Pero me he desviado de tema.
Pues sí, llevo casi dos semanas en esta ciudad portuaria. Un lugar tranquilo. Desde que llegué, aquí, no pasa nada. Nada de nada. Sólo el ruido de los aviones de la base estadounidense cercana molesta (por lo menos a mí).
Por cierto, mientras me dirigía rumbo a la biblioteca municipal, me percaté que no había gente caminando en las banquetas. Todos estaban andando en coches, algunos en bicicletas. Sólo los incautos como yo, se movía a pie. Me acordé de Reykiavik. Ahí, la gente no camina por las calles, salvo en el centro. Sin embargo, después, me di cuenta que estaba exagerando. La capital islandesa tiene más olor a ciudad; es más cosmopolita que el lugar donde estoy ahora…
Hace muchos años que no pasaba tanto tiempo en una ciudad de provincia. He vivido demasiado en Tokio: una metrópoli llena de gente.
Comencé a estornudar. Pensé: “Mierda, ya me dio esa maldita alergia que atormente a millones de japoneses”. Pero fue falsa alarma. A lo mejor mi nariz necesitaba el polvo de Tokio, o de la contaminada Ciudad de México. Tanta vegetación me hace daño. De reojo vi mis manos. Se me estaban quebrando. “¡Otra vez!”. Cada vez que llega la primavera me pasa esto. Mi dermatólogo dice que soy susceptible a la humedad. Su teoría es que al haber vivido tanto tiempo en una ciudad tan seca como el Distrito Federal, no estoy acostumbrado. ¿Será?
Los cerezos están en su mayor plenitud, como en la mayoría de los lugares del archipiélago. Incluso, en las zonas devastadas por el terremoto y por los tsunamis. En las montañas se ven extensiones rosadas. También, en las cercanías del Kintaikyo: un espectacular puente de madera, en el cual no se ha utilizado ningún clavo. En las cercanías del río hay muchas personas sentadas; están apreciando las flores rosas. Algunos con una cerveza en mano, celebran la llegada de la primavera. “Salud”.
El bullicio de la gente, ha eliminado la tranquilidad de este lugar, pero no molesta. Sólo el sonido de los aviones estadounidenses que vuelven a pasar. “¡Qué no descasan estos cabrones! ¡Es domingo!”.
Así, aprovechamos que el día estaba soleado y fuimos hacia el centro de la ciudad; a recorrer las cercanías del Kintaikyo. Comimos en un hotel. En el cuarto donde estábamos podíamos ver un gran cerezo. La gente pasaba y le tomaban fotos. Ancianos, niños y extranjeros. Incluso, un boxeador, se quedó haciendo movimientos por un largo tiempo. “¿Por qué habrá elegido ese lugar para mostrar el poderío de sus ganchos? Es un narcisista”. Me dijo mi concuño. “A lo mejor le prometió a ese árbol que sería campeón de Japón”. Contesté. El campeón se percató de que nos estábamos burlando de él, se fue. Espero que no se haya enojado.
Después fuimos a un parque. Habían varios grupos tocando, con cajas que decían: Done dinero para las víctimas del temblor. “¿Cuánto tiempo tendremos que seguir con esto?”. En ese momento, una muchacha con su guitarra comenzó a tocar Zombie: una canción de los Cranberries. Su acompañante, un bajista viejo con instrumento acústico (preciosos por cierto), la siguió. No sonó mal, pero le faltaron percusiones. ¿Por qué habrán elegido esa canción?
Seguimos andando. En un pequeño estanque artificial habían dos cisnes. Mi sobrina de tres años corrió para verlos. Hicimos lo mismo. Las dos aves blancas eran grandes. Dos patos o ganso —nunca he podido distinguir sus diferencias— rondaban también. Dejamos a esos animales en paz. Un grupo de militares estadounidenses pasaron junto a nosotros. Con una actitud arrogante. No lo pude evitar. Los miré de manera despectiva. Siempre he desconfiado de los militares; estos “gringos” no tenían que ser la excepción. Atrás de ellos, dos jóvenes marinos hablaban en español; eran latinos.
Caminamos en busca de helados. Había otro grupo tocando cerca. La primera canción les salió bien. Una canción de Okinawa. La segunda muy mal. Después cambiaron de tonada. Una pieza de surf japonés. No sabía que ese genero haya tenido éxito en este país. Mi sobrina se veía feliz. A lo mejor era una buena pieza.
Dejamos ese lugar, después de buscar un baño público; llegamos a la heladería. Había una tremenda cola. “¡Cómo les gusta formarse en este país! Es un deporte nacional”. Buscamos otra tienda. No había gente. Comí un helado de mango y vi al dueño de la tienda; el señor estaba malhumorado.
Otro avión gringo pasó por el cielo. “¿Cuándo se irán estos cabrones?” Nunca, una voz interna me contestó…
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