7/27/2012

Ah, ¿usted sabe manejar?


    Después de varias semanas, hace unos ocho días justamente, logré obtener mi licencia de manejo. ¿Por qué lo hice? Eso lo explicaré en algunas cavilaciones futuras. Hoy quisiera narrar mis peripecias de los pasados días.


    Antes que todo, quisiera recalcar lo siguiente. Durante los once años de residencia en Japón, nunca había pasado por mi cabeza la idea de tramitar una licencia de manejo ni mucho menos manejar en este país. Por lo menos, no en Tokio. En esta gran urbe no hay necesidad de hacerlo, ya que los medios de transporte público son tan buenos que uno puede vivir sin un coche y trasladarse con relativa facilidad a cualquier parte. Además, un auto no es barato. Claro existen carros usados asequibles, pero su mantenimiento resulta caro. Pero también existe otro problema. En Tokio, no hay lugares en dónde estacionarse. Está prohibido hacerlo en la calle cercana a nuestra casa. Por lo tanto, en caso de carecer de un estacionamiento propio, uno tiene que invertir en promedio veinte mil yenes (doscientos cincuenta dólares aproximadamente) al mes para arrendar un aparcamiento (normalmente está lejos de nuestro hogar). En este sentido, dado que el coeficiente de Engel de mi economía hogareña había sido relativamente alto durante gran parte de mi residencia en Japón, comprar un coche resultaba en realidad un lujo.
    Sin embargo, no sólo era un problema de dinero o la existencia de trasportes públicos eficientes, lo que me había desincentivado tramitar una licencia de manejo. Realmente había otro razón y ésta no tenía que ver directamente con Tokio, más bien conmigo mismo: a mí no me gustan los coches.
    Desde niño no he entendido por qué son divertidos. Admito que tuve mis cochecitos en la infancia y para no quedar rezagado con mis cuates, me aprendí más o menos, los nombres de los autos de moda, así como los tecnicismos básicos del mundo del automovilismo. Empero, todo eso no generó en mí, ese gusto particular ostentado por muchos. No he comprendido hasta la fecha por qué muchos vecinos a quienes he llamado siempre de manera peyorativa “Señores Motor” y a sus hijos los “motorcitos” les gustaban tanto los coches y gastaban sus sábados y domingos desarmando y contemplando sus bólidos. Algunos sinceramente me parecían horribles.
    En este sentido, para alguien como yo, quien tiene cero interés por los coches y quien había manejado más por necesidad que por placer en México; el comprar uno o en su defecto, tramitar una licencia era una tontería. Sin embargo, como lo he señalado con anterioridad, hubieron algunas razones para hacerlo. Así, comenzaría la peripecia que narraré en esta cavilación, pero antes de hacerlo. Quisiera explicar de manera breve ¿Cómo un extranjero puede obtener una licencia en Japón?


    Para las personas quienes hayan tramitado su licencia en el extranjero, el cambio de documentación se puede hacer por medio de un “proceso burocrático”. Cabe destacar que si el país emisor de la licencia ha signado la Convención de Ginebra de 1949, el carnet de conducir es válido en Japón mientras dure su vigencia. Es decir, si uno es argentino o cubano puede arrendar un coche y manejarlo en territorio japonés. En algunos casos resulta más ventajoso tramitar una licencia internacional, respaldada por esta Convención, aunque sólo es válida entre los países miembros.
    En el caso de las licencias mexicanas, éstas no son válidas ya que México no ha firmado este documento. Dicho de una manera vulgar: los mexicanos estamos jodidos. Hemos signado cientos de tratados, algunos contraproducentes para muchos de nuestros intereses; pero nuestras autoridades no han firmado este acuerdo internacional, el cual nos permitiría manejar en Europa o en Japón cuando estemos de viaje. No sé las razones. Es más ignoro cómo los mexicanos arriendan coches fuera del territorio mexicano. Lo que sí sé, es que Estados Unidos nos permite hacerlo con la licencia mexicana. A lo mejor, ésa es la razón del porqué el gobierno mexicano no ha firmado la Convención.  En fin. Me he desviado del tema. Regresemos el texto a su argumento inicial.
    Si hay países que pueden usar sus licencia en Japón, ¿qué pasa con los que no lo pueden hacer? Tienen que hacer el cambio de documentación. Es decir, seguir el “proceso burocrático”. Éste se puede lograr, siempre y cuando, la licencia sea vigente y su dueño o dueña haya vivido al menos tres meses en el lugar donde fue emitido dicho documento. Si se logran demostrar lo anterior, el proceso es el siguiente: 1) presentar la licencia de manejo; 2) pagar cuatro mil yenes (cincuenta dólares); 3) contestar un examen de conocimiento; y 4) hacer un “simple” examen de manejo. Hay algunos países que quedan exentos de este tedioso trámite: Islandia, Irlanda, Gran Bretaña, Italia, Austria, Australia, Holanda, Canadá, Corea, Grecia, Suiza, Suecia, España, República Checa, Dinamarca, Alemania, Nueva Zelandia, Noruega, Finlandia, Francia, Bélgica, Portugal, Luxemburgo y Taiwán. Ningún país latinoamericano está exento.
    Entonces, ¿no es complicado el asunto? No es tan simple. Para muchos el “sencillo” examen resulta un dolor de cabeza. El volante está al revés. Es decir, está en el lado derecho. Las direccionales cambian de posición y muchos no logran maniobrar, cuando quieren dar vuelta a la izquierda, terminan moviendo los limpiavidrios. Aunado a lo anterior, hay que añadir que el oficial quien determina el nivel de los conductores es quisquilloso. Los japoneses privilegia cierto tipo de formas de dar vuelta a la izquierda o a la derecha. Además, salvo el examen de conocimiento, lo demás está en japonés. De hecho, conozco a alguien quien repitió este examen diez veces.
    Ahora bien, a lo mejor estimado lector, se estará preguntando ¿por qué no hice este trámite? En mi caso enfrente dos problemas técnicos. Uno era que no podía comprobar mi residencia de tres meses en México después de sacar la licencia. La tramité en uno de mis regresos y en ese momento nada más estuve un mes. Otro fue que las licencias mexicanas, por lo menos las del DF, tienen una vigencia ilimitada. A los japoneses les pareció inverosímil. Estoy de acuerdo con ellos que lo es, pero qué podía hacer. Para no hacer largo el relato no pude hacer el cambio. Así, la única opción que tenía era hacerlo como cualquier japonés. Este fue el inicio de mi peripecia.


   ¿Cómo le hacen los japoneses? Para obtener una licencia hay que pasar un examen teórico escrito y uno técnico y existen dos formas de hacerlo. Una barata y otra cara.
    Comencemos con la primera. Aquí sólo hay que desembolsar tres mil ochocientos yenes (cincuenta dólares) y se tiene que presentar directamente los exámenes en la oficina de licencias. En el examen teórico se tiene que responder un cuestionario de noventaicinco preguntas capciosas mientras que en el técnico tienen que demostrar que saben manejar. En las librerías venden manuales para el examen escrito por lo que no es tan complicado pasar la parte teórica y para los que sepan manejar no es un problema aprobar el técnico, aunque hay que resaltar que tanto el volante como la circulación de las calles está al revés.
    Entonces, ¿para pasar el examen técnico lo mejor sería preparase de antemano? Habría que pedirle pues a un vecino o a un amigo que nos prestara su coche y practicar para el “Día del Juicio Final”. Empero, lo anterior no es posible. Para hacerlo, hay que tramitar, antes que todo, una licencia de práctica en la oficina de manejo. Vuelvo a repetir, para los que sepan manejar no sería un problema, pero qué pasa con los que no lo saben hacer. ¿Cómo le haría una persona para hacerlo, si en teoría no puede usar un coche para practicar? Dicho de una manera más simple: la forma barata es posible sólo si una persona sabe manejar o es un erudito innato del volante, de lo contrario es muy difícil pasarlo.
    Por lo tanto, la gran mayoría opta por pagar una escuela de manejo. El precio varía según el lugar, pero oscila más o menos en los trescientos mil yenes (cuatro mil dólares). El curso está dividido en dos partes. La primera son doce horas de teoría y doce de manejo. Los alumnos aprenden en un circuito cerrado cómo dar vuelta, cómo frenar, cómo estacionarse, etc. Al final, hay un examen teórico de cincuenta preguntas y uno técnico. Si logran pasar, obtienen la licencia para practicar en las calles. Posteriormente, viene la segunda parte que consta de quince horas de teoría y quince de manejo. Aquí aprenden algunos conocimientos de primeros auxilios, las partes mecánicas de los coches y cómo correr en distintos tipos de camino (carretera, tráfico, caminos con muchos cruces peatonales, etc.). Al final, tienen que pasar un examen de manejo técnico y si lo logran, obtienen el diploma. Con este documento en mano, tienen que ir a la oficina de licencias y presentar nada más ahí, el examen teórico. Si lo pasan, obtienen la licencia.


    Suena fácil. Ahora bien ¿cuál camino tomé? Pues el caro, el tedioso, pero el más seguro. ¿Por qué seguro? Porque garantiza obtener sin problemas la licencia. Sinceramente, no me sentía capaz de pasar un examen sin practicar. A lo mejor habrá muchos que lo logran. Sin embargo, ahora que tengo la licencia, siento que hubiera sido mejor la opción barata…
    ¿Cómo fue mi peripecia en la escuela de manejo? Yo no manejo de manera atrabancada. Tampoco, soy un cafre. De hecho, los que me conocen saben que manejo lento y muchas veces como una “abuelita”. Sin embargo, en Japón eso equivale a ser un cafre. Entonces, desde el inicio decidí actuar con humildad. ¿Para qué pelearme con los instructores por cosas que puedo controlar?
    Lo anterior, terminó por hacer más tedioso el curso de manejo. Las clases teóricas eran aburridas y somníferas. Nos ponían casos de choques reales, en parte para concientizarnos de los peligros que conlleva el manejo, pero también como una forma de adoctrinarnos los buenos modales. “No te pases los altos”; “no toques el claxon”; “si hay un charco pasa lento y no mojes a la gente”; “Si ves a un peatón respétalo y cédele el paso”. Para un país que respeta las reglas y basa muchos de sus códigos en manuales de comportamiento, era algo entendible. Sin embargo, en la vida real pasa lo contrario. Por ejemplo, nunca había puesto atención, pero una de las calles de mi casa, el límite de velocidad es de treinta kilómetros por hora. Resulta que nadie lo respeta. Asimismo, hay un cruce en el cual tienen que parar completamente y nadie. Repito nadie lo hace. Y qué decir de los taxis. Son unos cafres.
    Ahora bien, algo que me generó una mayor frustración fueron las clases técnicas. Como dije no quería problemas y me puse sumiso. Saqué al pequeño japonés que llevo a dentro y fui humilde. En la primera clase, aguanté diez minutos una charla que trataba sobre las diferencia entre el acelerador y el freno. Luego el profesor me explicó el funcionamiento del volante y dónde tenía que ver al manejar. Para ese momento, el pequeño japonés que llevo adentro, se había ido a algún templo a orar. Estaba a punto de estallar. Hasta que el profesor dijo una frase. Unas palabras que fueron finalmente, las palabras mágicas durante todo el curso:
    —Ah, ¿usted sabe manejar? —me dijo
    —Sí. Manejo desde los dieciséis años —contesté.
    Claro había aprendido en un país en donde las reglas de tránsito no existen y comúnmente uno ve personas con collares ortopédicos debido a algún accidente de tránsito. En ese momento, regresó el pequeño japonés de su oración del templo; mi postura humilde volvió.
    —Sé manejar, pero no me siento aún apto para hacerlo en Japón.
    —A ver dé una vuelta a todo el circuito.
    Recorrí toda la escuela sin problemas.
    —Ah, entonces sí sabe manejar. Lo siento, pero se va a aburrir, tendrá que tomar las once horas restantes. Por cierto, me dijo que era mexicano. ¿Le gusta el fútbol? …
    Nos pusimos a hablar sobre el Club América. Este señor amaba el fútbol más que yo y había visto un partido del horrible equipo de Televisa cuando vinieron al Mundial de Clubes. Para ese momento, el pequeño japonés que habita en mí, se había dormido y el antiamericanista salió a relucir. Después de varias vueltas al circuito. La clase terminó.
    Las siguientes clases fueron similares. El pequeño japonés salía a relucir en el inicio, pero después de las palabras mágicas, “Ah, ¿usted sabe manejar”, la sesión se volvía bizarra. No todos los profesores resultaron tan simpáticos como el único fan que tiene el América en Japón. Dos instructores mantuvieron, los objetivos de la clase. Pero ni ellos escaparon de la situación tan rara en que estábamos. En las doce horas de sesión dentro de la escuela hablé sobre el boxeo mexicano, sobre Sergio Pérez, sobre Telmex, sobre el clima en México y sobre el clima en Hokkaido. Cualquier tontería pasó durante esas horas.
    Por suerte, después de haber terminado la primera etapa, esta situación bizarra cesó un rato. Al salir a la calle, los profesores resultaron menos parlanchines, pero a los que había conocido dentro del circuito de la escuela, siguieron haciéndome la plática. Para colmo, la última clase antes del examen final, fue con el señor americanista. De nuevo regresó el surrealismo. Me preguntó mi opinión sobre no sé qué jugador de ese nefasto equipo. Al parecer, después de nuestra charla, buscó en Wikipedia algunos datos. No sé qué le contesté. Para ese momento, estaba harto de ellos. Sacrifiqué mis fines de semana para este curso de manejo y me había vuelto en el embajador de México en ese minúsculo universo. Al final, pasé el examen técnico sin muchos problemas.
    Faltaba ahora el examen escrito. Otra nueva aventura. La oficina de licencias está dominada por la burocracia policíaca. Debo admitir que siempre he detestado a las personas con uniforme. No niego que eran amables, pero imponen. Después de pasar tres cajas y un examen de la vista, vino el examen. Lo pasé sin problemas, pero lo que me llamó la atención fue que sólo el sesenta por ciento de las personas quienes presentaron el examen pasaron. ¿Qué aprendieron esas personas en esos cursos? Espero que no hayan sido también víctimas de profesores parlanchines. Al final, un señor nos leyó un código y nos explicó el proceso que vendría. No es que sean un fanfarrón, pero supongo que este hombre dice ese discurso todos los días, lo más lógico es que pudiera decirlo sin problemas, pero no. El tipo leía un manual y para colmo tartamudeaba. Nos dijo que a los dos años, cuando renováramos la licencia, tendríamos que ir a tomar un curso para pulir nuestro conocimiento de manejo. ¿Más cursos? Parece que esta situación tediosa nunca termina en Japón.


    Por cierto, a los dos días de obtener la licencia manejé por primera vez en Japón. Tuve que ir a una ciudad muy al norte. Una urbe en la cual nada más hay ciento cincuenta mil almas. Ahí, comprobé dos cosas. Nadie maneja como en la escuela. Todos son unos cafres. Algo que ya sabía. La otra cosa fue que en una carretera en donde la velocidad máxima era de setenta kilómetros por hora, un conductor se enojó conmigo por no ir más rápido. Lo ignoré y mantuve la velocidad máxima. Al final, me estuvo echando lámina y luego me rebasó. Esperaba la mentada de madre y puse mi mano en el claxon, pero no la hubo. Sólo un gesto de disgusto. Al verme en esa situación, pensé, aunque no es ético, pero resulta más realista, las escuelas de manejo deberían enseñarle a los japoneses cómo insultar.  

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